Es curiosa la fuerza de algunas imágenes. Cómo ciertas figuras quedan grabadas a fuego en la memoria colectiva. No es ninguna novedad que la mayor parte de los mortales tendemos a embelesarnos con las vidas de aquellos más alejados de nuestra cotidianeidad, imaginando un día a día tan alejado de los nuestros. Así, cuando pensamos en la vida de los aristócratas, los bailarines del Bolshoi o la gente que decide dar la vuelta al mundo en autostop, creamos entre todos un halo de misterio y excentricidad sin límites. Dentro de las mitologías que se crean en torno a determinados colectivos, existe uno en concreto que, para cualquiera que haya vivido con cierta consciencia el final del siglo XX, está revestido de una especie de magnetismo en ocasiones un tanto morboso: los modistas. Pocas cosas representan mejor el cambio de siglo que ese Paco Rabanne que, enardecido por los movimientos milenaristas de los 90, asumía el rol de profeta moderno y vaticinaba un París en llamas tras caer sobre la ciudad del amor la estación espacial Mir. La leyenda dice que el 11 de agosto pilló a Rabanne en un búnker rodeado de modelos, esperando el petardazo que nunca llegó mientras los telediarios de medio mundo —que en agosto tienen poco de lo que hablar— se reían un poco de él. Y es que cuando pasan en verano, las noticias importantes parece llegar con una trascendencia especial, como si te sacaran de la modorra estival. Ya pasó con el accidente de Lady Di y Dodi Al-Fayed y, apenas mes y medio antes, con la muerte absurda, casi coeniana de Gianni Versace, tiroteado en la puerta de su casa por Andrew Cunanan, un muchacho sin oficio ni beneficio que se dedicaba a fingir que tenía posibles al más puro estilo de Mr. Ripley. Hasta que se le cruzaron los cables y se cargó a cinco personas en tres meses, siendo el último de ellos el afamado diseñador. La segunda temporada de American Crime Story, ya estrenada en Estados Unidos pero por alguna razón que se me escapa no disponible aún en España, aborda los pormenores de este crimen y de la complicada situación personal que atravesaba Versace en ese momento. Pero no es lo único que nos ha llegado este año sobre los tejemanejes de la vida de los coutiers. El 2 de febrero se estrenaba El hilo invisible, película en la que Paul Thomas Anderson nos mete en la vida de Reynolds Woodcock, un modisto de éxito en los años 50 que tiene la cabeza como el baúl de la Piquer. Un papel que interpreta maravillosamente Daniel Day-Lewis, experto en dar vida a personajes que están como para desayunar una tortilla de orfidales. Aunque el bueno de Reynolds y su no menos reseñable partenaire Alma, interpretada de forma extraordinaria por Vicky Krieps, son puramente ficticios, son numerosas las críticas que han relacionado al personaje de Day-Lewis con figuras míticas de la alta costura como Hardie Amies o el propio Balenciaga. La película navega entre una ambientación elegante y exquisita y lo retorcido de la psique de sus protagonistas, hasta el punto de que ni siquiera los alucinantes vestidos consiguen llegar nunca a distraerte del todo del ambiente opresivo generado por el propio Reynolds. Porque claro, Reynolds es un genio. Más que un genio; es artista, y eso implica, por supuesto, la total dedicación del tiempo y la energía vital de todas las personas (en este caso, todas las mujeres) que orbitan en torno a las manías y los continuos cambios de humor del creador. Nada es más importante que Reynolds no por el hombre en sí mismo, sino porque nada es más importante que su obra. Una máxima que se ha venido cuestionando desde tiempos inmemoriales y que ha vuelto a cobrar fuerza a lo largo de los últimos meses. A pesar de todo, Paul Thomas Anderson consigue que no puedas dejar de mirar lo que está sucediendo en pantalla, igual que nadie podía dejar de mirar la sangre en los escalones a la entrada de la mansión de Versace. Quizá eso dice mucho de la naturaleza de nuestra propia fascinación. Selección del contenido y redacción de la carta: Cristina Ortiz @chococriskis |
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