El 1 de enero de 1818, con una tirada de apenas quinientos ejemplares, se publicaba de forma anónima una de las novelas más importantes jamás escritas y con ella, hacía su debut una de las figuras fundamentales de la cultura pop. En Frankenstein, Mary Shelley consiguió no solo de (re)inventar la novela de terror y ciencia ficción, sino también centrar el interés del lector en un elemento que había pasado desapercibido hasta entonces: el otro. El monstruo, cuya creación y sus consecuencias constituyen el eje de toda la obra, acapara el protagonismo hasta tal punto que el título del libro ha quedado irremediablemente asociado a la criatura y no al doctor que lo dota de vida. Frankenstein ilustra a la perfección el conflicto generado con el advenimiento de los avances científicos y tecnológicos del siglo XVIII. Shelley, a pesar de haber tenido una educación algo parca, se había beneficiado de crecer en un ambiente profundamente intelectual —su casa la visitaban personajes de la talla de Aaron Burr (sir?)—. Con apenas 18 años lideraría con su novela la avanzadilla de autores dedicados a tratar lo que se ha venido a denominar "los horrores de la ciencia". Un horror estético ha sido, por otra parte, la imagen del coche y su conductor inanimado que Ellon Musk, esa persona con nombre de villano Bond, ha mandado al espacio. Aunque efectivamente ver un Tesla flotando por el cosmos es muy vistoso, poco antes se conocía una noticia bastante más relevante científicamente hablando. Además, casa bastante mejor con lo que Isaac Asimov bautizó como el complejo de Frankenstein: el nacimiento de dos monos clonados utilizando la misma técnica que se usó en el 96 para crear a la oveja Dolly. Esto puede despertar ciertas reticencia no solo a aquellos que hayan visto alguna película de la franquicia El planeta de los simios, sino a todos los que consideran aterradora la posibilidad de que esto suponga un paso gigantesco en el camino hacia la clonación humana. Que consigamos, de una vez por todas, desplazar a Dios. Es decir, el debate moral que plantea Shelley, el del límite entre lo que el ser humano puede hacer y lo que debe hacer sigue más vigente que nunca. Pero Frankenstein o el moderno Prometeo no solo supone una llamada a la responsabilidad moral de los científicos, sino que también nos pone delante un espejo no siempre favorecedor, obligándonos a reflexionar sobre las relaciones que mantenemos con ese otro y vernos a través de los ojos del ser que hemos condenado a vivir fuera de los límites de la sociedad. Nos obliga a plantearnos, al fin y al cabo, que quizá los monstruos seamos nosotros. Con todo, si ha habido una última vuelta de tuerca al tratamiento de la otredad a través del monstruo ha sido la introducción de la dinámica romántica. El año pasado la editorial Nova reeditaba uno de los clásicos de la literatura steampunk de finales de los 90, La estación de la calle Perdido, de China Miéville, en la que el protagonista, el científico Isaac Dan der Grimnebulin mantiene una relación sentimental con una khepri, un ser mitad mujer mitad insecto. Miéville ofrece una refrescante reinterpretación del romance entre persona y monstruo en el que, por una vez, el ser monstruoso es ella sin que este hecho suponga una auténtica tragedia, como ocurría en el cuento original de La sirenita o en la película de 1942 La mujer pantera. En la misma línea, La forma del agua, estrenada en cines este fin de semana, supone un acercamiento muy parecido al de Frankenstein, hallando ternura y bondad en la extravagancia y en lo aparentemente terrible e incorrecto. Tal y como decía el propio Guillermo del Toro al recibir el Globo de oro a la Mejor Dirección: "Desde niño, he sido fiel a los monstruos. He sido salvado y absuelto por ellos. Porque creo que los monstruos son los santos patrones de nuestras maravillosas imperfecciones y permiten y personifican la posibilidad de fracasar y vivir". Selección del contenido y redacción de la carta: Cristina Ortiz @chococriskis |
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